Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste
Publicado en el suplemento cultural de ABC, Madrid - Número 981
Publicado en el suplemento cultural de ABC, Madrid - Número 981
Sin el menor lugar a dudas, el Museo Guggenheim de Bilbao de Frank Gehry marcó un punto de inflexión fundamental en la arquitectura de finales del siglo XX, tanto por la morfología y materialidad del edificio como por su efecto global. Supuso asimismo otro punto de inflexión en la carrera de este arquitecto, que logró construir ese edificio por su férreo convencimiento, capacidad y su destreza para convencer a políticos, gestores y opinión pública, demostrando que aquel lenguaje funcionaría y generaría un impacto que transformaría la percepción cultural sobre el poder de la arquitectura.
Sin embargo, hoy, en el ocaso de los arquitectos-estrellas, la obra de Frank Gehry es el ejemplo claro (seguramente, porque de todos los arquitectos estrellas es el que más popular y mediático) de cómo se puede quedar prisionero del éxito. Su obstinación y audacia devinieron en una complacencia que le ha hecho permanecer anclado en aquel punto narcisista de gloria, sin desear o sin permitirse arriesgar y evolucionar (tal vez sea el fascinantemente torturado edificio para el Centro de Investigación Neurológica Lou Revo, recientemente finalizado en Las Vegas, una excepción – pese a la cuestionable positividad del efecto de esas formas para una clínica que acoge a pacientes aquejados de enfermedades cerebrales.)
Por esa razón, la presentación de un nuevo edificio de su autoría suscita ya una cierta sensación de deja-vu. Aunque con interés, ya no se aguarda a Gehry con expectación sino con el desapasionamiento con el que se recibe una sorpresa totalmente previsible, y en este sentido, la presentación de su proyecto de un edificio para la Universidad de Tecnología de Sydney (Australia) no ha sido una excepción.
La maqueta, que fue presentada recientemente, corrobora que este gran arquitecto de la desmesura, la ironía y el despilfarro formal (una imagen que quedó certificada y también plasmada en su cameo simpsoniano) ha quedado definitivamente encerrado en su inconfundible sello de autor, al que parecería haberse subordinado no tanto por afirmación de individualidad como por negocio: “Trato de explorar, para que los edificios no parezcan iguales, pero es imposible no dejar tus huellas. Eso es inevitable. Puede reconocerse el trabajo de los artistas, y el trabajo de los arquitectos. Creo que eso hace al cliente estar seguro de que vamos a entregarles algo único”.
El edificio ocupará un emplazamiento en una extensión del campus principal de la Universidad de Sydney y se concibe desde la doble dimensión de ser un edificio singular que es no sólo representativo de la identidad de una institución, sino que también aspira a convertirse en un referente urbano, puesto en relación con emblemáticos edificios locales y, el otro referente icónico de Sydney, el Auditorio de Ópera de Jorn Utzon.
Con el nombre oficial de Dr.Chau Chak Wing Building, en honor al filántropo chino que ha entregado a esta universidad un donativo de 19 millones de euros, pero apodado la ‘Casa-Árbol’ como una metáfora a su apariencia y al concepto según el cual Gehry lo ha planteado (‘un tronco como centro de actividad y ramas, donde las personas pueden conectarse y realizar su trabajo’), ocupando una superficie de 16,030m2 y con una elevación de once plantas, el edificio tendrá dos fachadas con carácter distinto: la fachada este estará construida en ladrillo en un color similar al de la piedra arenisca local, curvándose como si se tratara de un material dúctil, la textura será rugosa para enfatizar el carácter del material. La fachada oeste está hecha de grandes placas de vidrio, que reflectará los edificios colindantes. Torres de ladrillo se alzarán en las esquinas.
No pasa por alto el énfasis de la institución para afirmar que el edificio se ha concebido de ‘dentro hacia afuera’, dando a entender que la atención a las exigencias funcionales del edificio han primado en todo momento sobre la forma y se trata de un proyecto de colaboración equilibrado en el que el arquitecto se pone al servicio de los mejores intereses de la universidad, pero frente al que inmediatamente se yuxtapone la orgullosa proclamación de que la universidad construirá el ‘nuevo ícono de Frank Gehry’.
Desley Luscombe, decana de la facultad de Diseño, Arquitectura y Construcción de la universidad articula los argumentos de Gehry: “un buen diseño permitirá a la institución pensar a través de sus aspiraciones, evaluar qué actitudes dependen de determinantes espaciales y buscar consejo para no poner trabas a sus auténticas aspiraciones”. Argumentos que reiteran los planteamientos del Stata Center del MIT, diseñado en 2004, y en donde Gehry trataba de proponer nuevas soluciones espaciales que respondieran a las actuales necesidades de relación e interactuación entre los alumnos y docentes e instigase en los estudiantes la determinación de ser creativos e innovadores. Factores de naturaleza conceptual y que hablan de la clara comprensión de Gehry respecto al compromiso de la arquitectura para generar espacios capaces de introducir nuevas sinergias en lo urbano y reflejar e incentivar las nuevas dinámicas individuales e interpersonales contemporáneas; y que, más allá de la ensimismada iconicidad y el formalismo, debieran igualmente constituirse como el punto fuerte de este nuevo edificio, cuya construcción comenzará el próximo año.
Indudablemente Gehry pasará a la historia de la arquitectura como el gran provocador de un tiempo que posiblemente se comprenderá como bisagra donde el artificio formal y la búsqueda desmesurada hacia la espectacularización y la iconicidad llegaron a su paroxismo. En su caso, con genialidad y grandes dosis de arquitectura. Pero aunque admirable, cuestionable e imprescindible, con este nuevo edificio Frank Gehry corrobora cómo paulatinamente ha ido dejando de ser referente de nuestro tiempo, en el agotamiento y reiteración de un lenguaje que ha pasado de ser iconoclasta a previsible.
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