Artículo de Llàtzer Moix publicado en LA VANGUARDIA el domingo 6 de Febrero de 2011
El lunes estuve en el cementerio de Igualada. Allí descansa su autor, el arquitecto Enric Miralles (1955-2000). Llegué pasadas las diez de la mañana y paseé media hora por el recinto, solo entre los muertos. "Estamos en el cementerio viejo. Para cualquier urgencia llamen al teléfono…", rezaba una nota colgada por los empleados. Pero en los cementerios no hay urgencias. Sus moradores no las tienen. Y quienes les visitamos acudimos sin prisa, con el ánimo observador y reflexivo, que es un ánimo en desuso.
Tras descender por la calle central, retroceder, subir por la angosta escalera que atraviesa el muro de nichos (y cadáveres) y deambular bajo los imponentes espacios de hormigón, me planté ante la tumba de Enric. Los restos de aquel hombre que un día me mostró exultante, en su casa, el León de Oro recién ganado en Venecia, estaban ahí dentro, inertes, tras la verja metálica corredera y el posterior cerramiento de vidrio... Entre una y otro, en el umbral, vi una urna de madera: el buzón de Enric. Su tapa era transparente y permitía distinguir una nota en japonés, dibujos, tarjetas y demás mensajes amontonados por los admiradores de este cementerio (del que es coautora Carme Pinós). Estuve tentado de abrirlo y curiosear, pero el correo es inviolable, aunque ya nunca vaya a llegar a su destinatario. Me conformé leyendo mensajes garabateados en el umbral. "Your work will for ever inspire". "Bon Nadal". "Sos un grande". "Your spaces are touching"… No pude estar más de acuerdo: la arquitectura de Miralles es un emotivo canto a la vida, a sus tensiones y a la insospechada belleza que generan: un regalo único.
David Bestué acaba de publicar Enric Miralles a izquierda y derecha (también sin gafas),un libro en el que comenta y fotografía sus visitas a las obras del arquitecto. Su presentación no es la habitual en las revistas de arquitectura (edificios flamantes, inmaculados, orgullosos). Es la de quien visita la obra años después, sin avisar, y la halla en bata y rulos, herida por el tiempo y el desafecto, pero aún dispuesta a la confidencia. La primera intención del treintañero Bestué, artista emergente - también él ha ido ya a la Bienal veneciana-,no es la denuncia. Lo suyo es vivir las obras, escucharlas. Y lo logra: sus fotos y sus notas, comedidas e intencionadas, son elocuentes. Pero, inevitablemente, la denuncia aflora. Por este libro desfilan, entre otros trabajos, el infrautilizado centro cívico de la Mina; el paseo Prim de Reus, borrado de la faz de la tierra; el olímpico tiro con arco en Vall d´Hebron, demolido; el parque de Diagonal Mar, asfixiado por la codicia inmobiliaria...
Cierto es que Miralles, en su arrojo, cometió errores. Pero no lo es menos que su genio carece hoy de parangón. Por ello es descorazonador el desdén que sufre parte de su labor. Y por ello es de agradecer el espíritu samaritano, inquisitivo, atento y demorado con el que Bestué la ha visitado y nos la cuenta.
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